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Si se consulta el sentido común se conoce fácilmente que la nobleza no se ha establecido sino para honrar el mérito. Se ha querido con ella estimular el amor propio, recordar el deseo de la gloria e impulsar al ciudadano acciones brillantes, cuyo efecto ventajoso pudiera beneficiar a la nación. En  el principio de los imperios todos los hombres confundidos igualmente en la misma clase, no se elevaban sino por el esplendor de sus altos hechos. Dignos de manera, ocupaban las primeras plazas del Estado y las plazas los ennoblecían. Tal es el origen de la nobleza. Fue una distinción inherente a los empleos. Después se creyó útil hacerla hereditaria y colocar en una clase privilegiada, con el título de nobles, a los hijos de los que habían ocupado el empleo a que se había unido una distinción. Juzgaron que serían dignos herederos de las virtudes de sus padres y que también harían grandes servicios al Estado. El resultado fue siempre contrario a estas esperanzas; pero la nobleza quedó establecida.




De entonces la política se ha roto, porque fue fácil después a estos individuos separados de la multitud, unir a los privilegios de los títulos, privilegios más reales, sin estar obligados a brillar por sus talentos, ni hacer a su país servicios importantes. En las repúblicas, cuando se hacían elecciones, las miradas del pueblo se dirigían como maquinalmente a ellos y aun llegaron a obtener a que los eligiese exclusivamente. En las monarquías formaban la corte del príncipe, y solos ellos y el monarca se contaban como hombres en el Estado. El único honor reservado a los plebeyos era el de servirlos. Los cargos ventajosos y preponderantes, los empleos lucrativos, todas las gracias, todos los favores son su patrimonio. Solo ellos tienen derecho de pretender los grados eminentes de la milicia, de la magistratura, del alto sacerdocio, del gobierno. Sobre sus cabezas se acumula todo el poder, toda la riqueza del Estado, todas las prerrogativas.

Los otros hombres que forman la masa del pueblo no han nacido sino para servir a los placeres de estos mortales dichosos. De allí su imbecilidad, su insolencia, su desprecio por los que llama plebeyos, las afrentas con que los abruman, las iniquidades de todo género de que los hacen víctimas. Donde hay nobleza el Estado está dividido en dos porciones, hecha la una para mandar y la otra para ser esclava. ¡Qué extravagante, qué injuriosa institución! ¿Existe otra diferencia entre los hombres que la de los talentos, del mérito y de la educación? ¿No son todos de carne y hueso, sometidos a las mismas necesidades, devorados de las mismas pasiones? ¿Un pedazo de papel que roen los ratones, puede producir milagros y transformar al zote en hombre de talento, al imbécil en grande hombre; hacer respetable lo que solo es digno de la  befa y el desprecio?



La nobleza ataca, pues, desde sus cimientos la base del contrato social. Es una institución muy contraria a la igualdad para soportarse en un país libre. Condenar la mayoría del pueblo a quedar siempre en un estado de donde la imaginación no puede lanzarse sin ser herida de la idea de la injusticia y de opresión; no dejarle jamás sino mirar una diferencia inmensa, cuyo peso abrumador debe soportar; es ahogar la emulación, el amor de la patria, el germen de todas las virtudes sociales, con lo que las naciones se quedan en la infancia. Envueltos los hombres en egoísmo funesto, no quieren sacrificarse cuando todas las ventajas solo son provechosas a algunos seres privilegiados. Concentrándose cada uno en el interés particular arroja sobre el Estado un ojo indiferente o que no se anima sino de indignación. Entonces suena en vano el nombre de la patria; hiere a los oídos, pero no produce sino un ruido inútil que no llega al alma. No excita en el corazón estos latidos que impelen a los generosos sacrificios y que echando un velo a los horrores de la muerte no presentan el instante de la destrucción sino como un momento más bello de la vida. Se cree, no sé con qué fundamento, que la nobleza hereditaria es de una buena política para perpetuar en los descendientes el deseo de obrar bien y a pesar de una larga y dolorosa experiencia no se conoce que esta prerrogativa es directamente opuesta a su fin. ¿Qué necesidad tengo, dice un joven abandonado a todos los placeres, encenagado en todos los vicios; ¿qué necesidad tengo de fatigarme, de exponer mi vida, de marchitar la flor de mi juventud en el fastidio de los estudios penosos para adquirir honores a que mi conocimiento me da derechos? Todo me lisonjea, todo me adula; gocemos en la holgazanería de la fatiga de mis abuelos.

Si solo hubiera podido pretender por su propio mérito; si solo hubiera podido esperar los empleos que dan consideración haciendo uso de sus talentos, el Estado tendría un ciudadano más. La ambición habría fructificado sus medios en ventaja pública. ¿Qué emulación no abraza al que capaz de llegar a todo no necesita otras recomendaciones que las del mérito y los servicios? ¿Qué esfuerzos de parte de los plebeyos para salir de una oscuridad en que siempre se miran con sentimiento? ¿De parte del que han empezado a lucir para mostrarse aun con más brillo y no dejarse eclipsar? Los padres ambiciosos, celosos de la elevación de sus hijos, no permitirán que se les eduque en la molicie, por no ser sino azotes orgullosos y entes inútiles, cuya cuna se rodea de vanidad, inspirándoles desde la infancia el desprecio de los hombres; ellos cuidarán su educación y no cesarán de encender el fuego de una noble emulación en estos corazones tiernos y susceptibles aun de toda clase de impresiones.

 

La Abeja Republicana, 27 de octubre de 1822.

 

 

*Extraído de “El Tribuno de la República”

Autor:

 Antología de textos por Gerardo Cailloma Navarrete

Páginas: 58 - 60

Editorial: Fondo Editorial de la MPT

                Serie Clásicos del Pensamiento

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